Creo que la responsabilidad más triste y desalentadora que tengo es la de tratar con las cancelaciones de sellamientos. Cada una se vio precedida por un matrimonio dichoso en la casa del Señor, en el que una pareja llena de amor empezaba la vida lado a lado, esperando con anhelo pasar el resto de la eternidad juntos. Después pasan los meses y los años y, por alguna razón, el amor muere. Tal vez sea el resultado de problemas económicos, falta de comunicación, malhumores descontrolados, interferencia de los suegros o el quedar atrapados en el pecado. Hay muchas razones. En la mayoría de los casos, el divorcio no tiene que ser el resultado.
La gran mayoría de las cancelaciones de sellamientos las solicitan mujeres que intentaron con desesperación hacer que el matrimonio saliera adelante pero que, en el análisis final, no pudieron sobrellevar los problemas.
Escojan a la compañera con cuidado y en oración, y cuando estén casados, sean ferozmente leales el uno al otro. Una pequeña placa enmarcada que una vez vi en la casa de un tío y una tía, ofrece un consejo invalorable con estas palabras: “Escoge a quien amar; ama a quien escojas”. Esas pocas palabras encierran mucha sabiduría. La dedicación en el matrimonio es absolutamente esencial.
Su esposa es su igual. En el matrimonio ninguno de los dos es superior o inferior al otro, caminan lado a lado como hijo e hija de Dios. No se la debe degradar ni insultar sino que se la debe respetar y amar. Dijo el presidente Gordon B. Hinckley: “Cualquier hombre de esta Iglesia que… ejerza injusto dominio sobre [su esposa], es indigno de poseer el sacerdocio. A pesar de que haya sido ordenado, los cielos se retirarán, el Espíritu del Señor será ofendido y se acabará la autoridad del sacerdocio de ese hombre”.
El presidente Howard W. Hunter dijo lo siguiente en cuanto al matrimonio: “Ser felices y tener éxito en el matrimonio por lo general no es tanto cuestión de casarse con la persona indicada sino de ser la persona indicada”. Eso me gusta. “El esfuerzo consciente por hacer nuestra parte de la mejor manera posible es el elemento más importante que contribuye al éxito”.
Hace muchos años, en el barrio que yo presidía como obispo, vivía una pareja que a menudo tenía desacuerdos muy serios y acalorados. Desacuerdos realmente serios. Cada uno de ellos estaba seguro de su postura; ninguno quería ceder. Cuando no discutían, tenían lo que yo calificaría como una tregua tensa.
Una madrugada, a las 2:00 de la mañana, recibí una llamada telefónica de la pareja; querían conversar conmigo y querían hacerlo en ese momento. Me obligué a salir de la cama, me vestí y fui a su casa. Estaban sentados en lados opuestos de la sala sin hablarse. La esposa se comunicaba con el marido hablándome a mí, y él también le contestaba hablándome a mí. Pensé: “¿Cómo vamos a hacer para unir a esta pareja?”.
Oré pidiendo inspiración, y me vino la idea de hacerles una pregunta. Les dije: “¿Hace cuánto que no van al templo a presenciar un sellamiento?”. Los dos admitieron que hacía mucho. Por lo demás, eran personas dignas que tenían recomendaciones para el templo y que asistían al templo y hacían ordenanzas por los demás.
Les dije: “¿Me acompañan al templo el miércoles por la mañana a las ocho en punto? Vamos a presenciar una ceremonia de sellamiento allí”.
Al unísono preguntaron: “¿De quién es la ceremonia?”
Yo les respondí: “No sé; será la de quien se case esa mañana”.
El miércoles siguiente, a la hora señalada, nos encontramos en el Templo de Salt Lake. Los tres entramos a una de las hermosas salas de sellamiento sin conocer a nadie en el cuarto, salvo al élder ElRay L. Christiansen, que entonces era ayudante del Quórum de los Doce, un cargo de Autoridad General que existía en esa época. Esa mañana el élder Christiansen tenía programado llevar a cabo la ceremonia de sellamiento de una pareja de novios en ese cuarto. Estoy seguro de que la novia y su familia pensaron: “Ellos deben ser amigos del novio”, y que la familia del novio pensó: “Ellos deben ser amigos de la novia”. Mi pareja estaba sentada en una pequeña banqueta como a medio metro uno del otro.
El élder Christiansen empezó ofreciendo consejos a la pareja que se iba a casar, y lo hizo de forma hermosa. Habló de que el esposo debe amar a su esposa, que debe tratarla con respeto y cortesía y honrarla como el corazón del hogar. Después le habló a la novia sobre honrar a su marido como el cabeza de hogar y ser un apoyo para él en todos los aspectos.
Me di cuenta de que a medida que el élder Christiansen les hablaba a los novios, mi pareja se iba acercando cada vez más, y pronto estaban sentados uno junto al otro. Lo que me agradó fue que los dos se acercaban más o menos al mismo ritmo. Al terminar la ceremonia, mi pareja estaba sentada uno tan cerca del otro como si ellos fuesen los recién casados; y los dos estaban sonriendo.
Ese día nos fuimos del templo sin que nadie supiera quiénes éramos o por qué habíamos ido, pero mis amigos iban de la mano al salir por la puerta principal. Habían dejado sus diferencias de lado, y yo no tuve que decir ni una palabra. Sucede que recordaron el día de su propio matrimonio y los convenios que habían hecho en la casa de Dios. Se habían comprometido a volver a empezar y a esforzarse más esta vez.
Si alguno de ustedes enfrenta dificultades en su matrimonio, los insto a que hagan todo lo posible para corregir lo necesario a fin de que sean tan felices como lo eran cuando su matrimonio comenzó. Los que nos casamos en la casa del Señor lo hacemos por esta vida y por toda la eternidad; y luego debemos hacer el esfuerzo necesario para que eso sea realidad. Soy consciente de que hay situaciones en las que los matrimonios no se pueden salvar, pero estoy convencido de que por lo general se los puede y se los debe salvar. No dejen que su matrimonio llegue al punto de estar en peligro.
El presidente Hinckley enseñó que depende de cada uno de nosotros que poseemos el sacerdocio de Dios el disciplinarnos para estar por encima de las costumbres del mundo. Es esencial que seamos hombres honorables y decentes. Nuestras acciones tienen que ser intachables.
Las palabras que decimos, cómo tratamos a los demás y la forma en que vivimos impactan nuestra eficacia como hombres y jóvenes que poseemos el sacerdocio.
El don del sacerdocio es inestimable. Conlleva la autoridad de actuar como siervos de Dios, de bendecir a los enfermos, bendecir a nuestras familias y también a los demás. Su autoridad puede extenderse más allá del velo de la muerte, hasta las eternidades. “No hay nada que se le compare en todo el mundo; protéjanlo, atesórenlo… y vivan de modo que sean dignos de él” .
Pdte Thomas s. Monson - Sesion del sacerdocio Abril 2011
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