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Nuestra dignidad no se medirá por la rectitud de nuestros hijos



El himno que a menudo entonaban nuestros antepasados pioneros nos dice qué hacer: “Ceñid los lomos con valor; jamás os puede Dios dejar”. (“¡Oh, está todo bien!”, Himnos, Nº 17.) Ese valor y esa fe son lo que necesitamos como padres y familias en estos últimos días.

Lehi tenía ese valor; él amaba a su familia y se regocijaba en el hecho de que algunos de sus hijos guardaban los mandamientos del Señor. Pero debe haberse sentido acongojado cuando sus hijos, “Lamán y Lemuel no comieron del fruto” que representaba el amor de Dios. Él “temía en gran manera por Lamán y Lemuel; sí, temía que fueran desterrados de la presencia del Señor”.(1 Nefi 8:35–36)

Todo padre se enfrenta con tales momentos de temor, pero, si ejercemos nuestra fe al enseñar a nuestros hijos y al hacer todo cuanto podamos para ayudarles, nuestros temores disminuirán. Lehi ciñó sus lomos y con fe “exhortó [a sus hijos], con todo el sentimiento de un tierno padre, a que escucharan sus consejos, para que quizá el Señor tuviera misericordia de ellos y… les mandó que guardaran los mandamientos del Señor”.(1 Nefi 8:37–38).

También nosotros debemos tener la fe necesaria para enseñar a nuestros hijos y pedirles que guarden los mandamientos, pero no podemos permitir que sus decisiones debiliten nuestra fe.

Nuestra dignidad no se medirá por la rectitud de nuestros hijos. Lehi no se vio privado de la bendición de deleitarse con el fruto del árbol de la vida simplemente porque Lamán y Lemuel no quisieron participar de él. Hay veces que, como padres, sentimos que hemos fallado si nuestros hijos cometen errores o se desvían. Ningún padre que haga todo lo posible por amar, enseñar, orar y velar por ellos, habrá fracasado. Su fe, sus oraciones y esfuerzos serán consagrados para el bien de sus hijos.

El Señor desea que nosotros, como padres, guardemos Sus mandamientos. Él ha dicho: “[Enseña] a tus hijos e hijas la luz y la verdad, conforme a los mandamientos; …[pon] tu propia casa en orden”… “[procura ser] más [diligente] y [atento] en el hogar”.(D. y C. 93:42–43, 50).

Quisiera que todos recordásemos que ninguna familia ha alcanzado la perfección y que todas ellas están sujetas a las condiciones de la mortalidad. A todos se nos concede el don del albedrío, para escoger por nosotros mismos y para aprender de las consecuencias de nuestras decisiones.

Cualquiera de nosotros puede tener en su familia un cónyuge, un hijo, un padre o madre o algún pariente que esté sufriendo de algún modo, ya sea mental, física, emocional o espiritualmente, y por momentos nosotros mismos podemos experimentar esas tribulaciones. En resumen, la vida mortal no es fácil.

Cada "familia tiene sus propias circunstancias particulares, pero el Evangelio de Jesucristo trata cada uno de esos desafíos y ésa es la razón por la que debemos enseñarlo a nuestros hijos". ÉLDER ROBERT E. HALES

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